El terror

Relatos, leyendas, fábulas y cuentos. Mounstros de cielo y tierra, criaturas de agua y fuego. Fantasmas, horrores sin nombre. Un sin fin de recursos nunca vistos que sortean la barrera de la razón en un sin sentido absurdo que desde antaño ha aterrorizado a todo niño. El temor a la oscuridad, a las fuerzas del mal, lo sobrenatural, abominaciones, el más allá. Aprendemos a crecer venciendo cada uno de estos ridículos miedos que, desde ya, nunca nos iban a lastimar.
Mientras tanto, nuestros cuerpos crecen, la pubertad vaticina una desgracia. Se hacen adolscentes, luego adultos, fortaleciendo poco a poco lo externo, desarrollando el físico mientras en silencio afloran los sueños y deseos. ¡Ay, cuánta vulnerabilidad!
Disfrutamos caminos compartidos con terceros, alimentamos nuestros sueños, satisfacemos nuestra estima y ego al compás de los primeros amores. Escalamos en frenético éxtasis hasta quedar exhaustos. ¡Qué sentimiento más maravilloso el amor!
Pero todo culmina, por lo que si la bella historia aún no terminó, inevitablemente sabemos que lo hará.  Y es allí cuando notamos que hay miedos que nadie nos enseña, y que los seres que realmente te dañarán hasta lo más profundo de tu esencia pueden tener los rostros más bellos, las voces más suaves, y engañar de las maneras más crueles. Y es así como un día dejaste la puerta de tu desnuda alma abierta de par en par y al despertar encuentras que la pesadilla siempre estuvo aquí, que los mounstros no existen y que el miedo se llama traición de amor.

La experiencia


La ira. Truco de magia mediante el cual puedes lograr desaparecer o destruir hasta aquello que más amas. Amiga del desdén, reflejo de tus propias miserias. Seductora válvula de escape a todas tus tensiones. Prometedora y efectiva liberación inmediata.
La pérdida. Sentimiento que conlleva las tristezas más duras. Aleccionamiento que se siente profundo en el ser, entumeciendo las fibras del pecho para dificultar sentir algo más que la vuelta del mal inoportunamente liberado. Fiel compañera de la culpa y principal motor de mi vida.
Sueños. Deseos cargados de imágenes y sensaciones que nutren al alma. La llenan de vida, fuerza y vitalidad. A veces son inalcanzables, principal motor de la perseverancia. Otras pocas y en escasa dicha, alcanzables y tangibles. ¡Ay, tiemblo de sólo pensar cómo seguir!
Estímulo tras estímulo mi infancia construyó sueños de amor con personajes que luchaban por salvar, encontrar, recuperar a quienes amaban. Hermosos y destacables actos salidos de cualquier gesta heroica. Y siempre el amor triunfó.
Entre lágrimas aprendí a desear y luchar por mis sueños de amor. ¿Pero qué ocurre luego? Doncellas, princesas, amores de escuela, el barrio, reunidas en comunión con sus pretendientes. ¿Y allí termina todo? De muy chico aprendí a amar pero nunca me enseñaron a cuidar.
Una infancia repleta de fracasos. Una adolescencia de intentos. Una primera parte de la adultez con acercamientos. Y siempre los mismos resultados. Deseos, sueños, disfrute y goce. ¿Y luego? La ira que todo destruye.
Si, es cierto. Ya no soy el niño ni el adolescente del pasado. Soy la.mejor versión de mí. ¿Pero a qué costo?
La experiencia. Inevitable resultado otorgado como premio y castigo a lo mejor y lo peor que has transitado. Mutación final de la cruz del martirio y necesaria etapa para ser mejor.
El sufrimiento. Etapa de la que hoy mejor no hablar. Mecanismo de aprendizaje del más efectivo.
Hoy soy mejor que ayer y sé qué deseo para mi vida. Sé alcanzar mis sueños y creo haber aprendido a cuidarlos. 
Hoy soy mejor que ayer. Puedo ser mejor.

Perdón. 

El peso del alma enferma

 Tengo un vacío en mi pecho que me retuerce por dentro. No sé si algo muy dentro se aferra o se está dejando ir. ¡Cómo duele la vida! Cuando se escapa y cuando llega.

Creo que lo que me duele es el alma, mi vida. Sí, ha de ser eso. Está dañada hace un tiempo y no saben diagnosticarle con certeza. Me auto indiqué una buena dosis de tí. Me di cuenta que cuando mi alma se estaba yendo tus manos la mantenían conmigo.

Caminamos juntos ya tres años. A veces incluso corriamos y después nos veíamos obligados a frenar. Siempre odié las medicinas. Pero esto era distinto. La dulzura y sencillez de tu risa pequeñita y ajustada, tus ojos a veces grandes y otras agudos, pero siempre profundos y dispuestos a tranquilizarme con solo una mirada, dieron a mi alma el sostén necesario para mantenerse ergida.

Y a veces el camino era complejo por el ripio, otras por los declives y las subidas. Pero yo miraba hacia tu lado y me seguías sosteniendo. 

Y así continuamos y yo nunca me percaté de mi egoísmo inútil. Hasta que un día te noté exhausta. Tu rostro ya no sonreía, tus ojos me despreciaban. Era evidente que tanto esfuerzo te había agotado. ¡Y claro, ya era hora de que empezara a sostener mi alma solo! Maldito cómodo ingrato que resulté. 

Y así fue como quitaste tus manos de mi alma, estiraste tus ya entumecidos dedos, levantaste tu rostro sonriente hacia el horizonte, dibujaste una sonrisa y te alejaste rápidamente con tu caminata síncopada mientras yo aún absorto con mis ojos cristalizados te miraba alejarte en ansiada libertad.

Fue entonces que sin dudarlo y al grito de un desesperado no me dejes, recogí rápidamente el desastre de los piolines que sostenían mi desmoronada alma y corri al horizonte a encontrarte promrtiendote de mi alma yo cuidar.