Medusa

 Creo que quiero matarlo, dijste casi susurrando. 

¿Perdón? Pregunté mientras  terminaba de arroparme para compartir el lecho. 

Perdón, quiero decir, creo que quiero matarte, dijiste volteando tu mirada hacia mí.

Mis ojos se abrieron en impóvida confusión y sólo aguardaron en silencio y sentí cómo la negrura de tus pupilas se adentraron por las puertas  de mi mirada perdida.

No reconocí tu rostro y me entumecí estupefacto, aunque lo familiar de tu esencia me animó a balbucear tímidamente con una nerviosa mueca de sonrisa. ¿Cómo decís, vida mía?

De repente veo tus manos con sus palmas arriba. Y es ahí cuando siento muy fuerte y por dentro que se me iba la vida mientras mis ojos vidriosos buscaban los tuyos, pero no pude encontrarlos. Desesperado por la angustia de no verte estiré mis manos hacia todas direcciones con el afán de sentirte hasta agotar mis últimas fuerzas.

Caí de rodillas y sólo ahí te ví. Levanté mi rostro y no te reconocí. Busqué tu sonrisa, ya no era para mí. 

Y fue allí como por última vez escuché tu dulce voz. Creo que quiero matarte, dijiste con tus manos estiradas y tus palmas hacia arriba, apretando fuerte mi aún bombeante corazón.

Y muy por lo bajo y viendo lado a lado a través de lo profundo de mi pecho aún con espasmos logré articular: no te preocupes, que ya no estoy aquí.