La culpa implícita

Todavía respiro el ya familiar aroma de tu sutíl presencia, y hasta todavía planeamos ansiosamente enmarañarnos en gestos sin reparar demasiado en el hedor del desgraciado cadáver del tiempo, que ya se comenzó a descomponer.
Lo impensado acusado de imprudencia trajo sorpresa: el preciado gusto de lo ya olvidado. Pronto las caricias se convirtieron en un eco más de las mudas palabras que en nuestro mirar se comenzaba a adivinar, mientras la injusta distancia ocultaba sus lenguas celosamente ayudada por la razón. Pronto asumiríamos el desgraciado final, pero aquellas palabras que nunca fueron voz ni susurro fueron cómplices en cada roce, denotando el genuino gérmen de lo que nadie osa decir, exonerando así toda culpa, pues jamás podría haber dejado de probar la dulzura del fruto que brotó el día en que todo lo que, quizás por ingenuo soñador, quizás por exigente, creía no podría encontrar. Y aunque me sienta inocente de cualquier acusar, pues ese cadáver sobre mí no ha de pesar, me veo obligado a esbozar mis tímidas disculpas.